domingo, 1 de marzo de 2009

VÍCTORIA PÍRRICA

Si es que soy tonto. Tenía que haberme dado cuenta. Las señales eran inequívocas y demasiado evidentes. Nada sucede por casualidad ni en la vida ni en la blogosfera, a la que aquella imita. Fui un idiota que no supo ver la inmediatez del desastre.

Y tenía que haberme ido para casa a comer después de la facultad. Pero tras las típicas y tediosas clases y una agria discusión sobre el enquistado tema de la radio, tenía ganas de comer solo. Tampoco tenía que haber ido a tomar café al Diurno sabiendo, como sé, que siempre iba él alli. El caso es que, después de haber estado leyendo varios post sobre los desastres que en el alma dejan los ex, sin notar lo que sin duda eran señales del cielo, tuve que ir a encontrarme con el mío.

Y claro allí estaba él, imponente. Con una camiseta negra que dejaba ver sus dos bíceps tatuados. Y digo los dos porque cuando salía conmigo solo tenía uno. Creo que lo ha hecho a propósito, sabiendo que a mí me pierden los brazos de marinero tatuado. Y porque también conoce que yo jamás me haré uno. Guapo, moreno, con una espectacular visera que parecía levitar sobre su cabeza como esas aureolas que rodean la cabeza de los santos, y una tremendas gafas de D&G. Solo que él no es un santo, es un demonio. Estaba acompañado de un negrazo que supongo es ahora quien se lo está follando. Un chico del que ya me había hablado cuando aún follábamos juntos. Porque tengo que aclarar que fue un ex muy especial del que ya he hablado antes: hétero pasivo que tragaba como el triángulo de las bermudas. Así que, a día de hoy, todavía no sé si salíamos o nos limitábamos a saciar nuestras respectivas concupiscencias. Pero eso sí, cómo dos locos.

Y yo allí en la cafetería con mis levis rotos, mi camiseta blanca y mi sudadera de rayas azules, con pinta de estudiantillo, con mi ajada mochila negra de la que sobresalía mi sapray gris, y mi gastada carpeta azul tapizada de fotos de Galicia que tanta gracia le hacía, repasando mis notas para un post en un viejo cuaderno de pastas amarillas con un bic mordido. Ni siquiera llevaba las Ray-Ban. Cuando me dijo que estaba igual que siempre por poco me muero allí mismo. ¡Qué ijoputa!

Me sentía perdido, abatido, incómodo… Luego me contó que estaba en Barcelona, guay, que estoy viviendo con mi hermana, tío, que “nos” vamos ahora a Ibiza a pasar el verano y luego igual me voy a Londres, ya veremos, joer, que tienes mi número, que me llames, coño…, ¿y tu qué? siempre estudiando esas mierdas…. Me dijo de carrerilla, mientras yo miraba tontamente el teléfono one touch que, antes, le hubiera llamado la atención...

¿Qué harías tú? En una situación tan tristemente comprometida, sintiéndote derrotado, sin escapatoria, miserable, y lo peor, pasado de moda… Pues le pagué el café. Si, vi llegar al camarero con la nota, y le dije que yo invitaba a los dos, a él y al negrazo que se lo está follando. Eso me dio cierta triste sensación de victoria, de que tu estarás guapísimo pero yo te invito al café… ¡No se me ocurrió otra cosa! Eso me produjo ciento alivio, y a él una evidente incomodidad, le hice sentir por un momento obligado y agradecido, no sé… Tú siempre igual, tan jodidamente fino, -me dijo-, nunca cambiarás. Me dolió, claro; pero con mi gesto pude irme un poco más airoso. Algo es algo -pensé-, pero me marché sabiendo que había sido una victoria pírrica.

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