domingo, 20 de septiembre de 2009

TOPIARIA

Topiaria: Arte del recorte de arbustos
en formas figurativas o geométricas
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Le conocí en el Jardín Botánico en una soleada tarde otoñal. En seguida me di cuenta que no me quitaba ojo, pero me cuide mucho de decírselo cuando me abordó, dejándole creer que había sido él quien había llevado la iniciativa. Empezó a explicarme las distintas variedades que allí se podían estudiar con una naturalidad asombrosa, como si me conociera de toda la vida y fuera el maestro que yo necesitaba. Yo le dejé seguir aquella encantadora charla que sólo cesó bruscamente entre las sábanas. No llegó a saber que yo había propiciado aquel encuentro. Desde aquella primera noche empezamos a vivir juntos.

Él decía que me amaba pero yo sentía que, simplemente, le pertenecía. Siempre supe que me quería a su lado como uno más de los adornos de su vida, pero tampoco yo necesitaba su cariño. Era otra cosa lo que yo necesitaba. Todo a su alrededor era bello. Bello y caro. Lo que quería lo compraba. Y compraba con un gusto exquisito, solo le gustaba lo mejor. Y allí entraba yo. Yo en aquella época también era así, bello y caro. No me privaba de nada, puesto que él derrochaba el dinero a manos llenas. Cualquier capricho me era permitido, y todo era poco para mantenerme a su lado.

Éramos la pareja perfecta. Él, el escritor de éxito, que se disputaban todas las editoriales. Sus novelas se vendían antes incluso de que fueran escritas. Yo estudiaba jardinería. Formábamos un tándem ideal que prestigiábamos, con nuestra simple presencia, cualquier fiesta o reunión en la que nos presentáramos. Nuestra elegancia y discreción iban parejas con nuestra simpatía y la riqueza de nuestra conversación. Y las reuniones en nuestra casa, a la que sólo asistía un reducido grupo de elegidos, eran famosas en toda la ciudad.

Aquella casa de dos mil metros cuadrados, edificada sobre el acantilado por el mejor arquitecto de la ciudad, tenía aquel aire moderno y cosmopolita que sólo se podía contemplar en las más sofisticadas revistas de arquitectura. El mobiliario era mínimo pero selecto. No entraba en nuestra casa ni un mueble que no fuera de autor. Y en las paredes se colgaban pocos pero grandes cuadros de los mejores artistas de siglo veinte. Teníamos un garaje para diez coches y dos piscinas: una interior y otra al aire libre.

Aunque lo que realmente resultaba llamativo era el jardín. Un jardín zen en el que todos los elementos se situaban en su lugar natural, produciendo una imagen elegantemente fría, pero relajante al mismo tiempo. Y en el invernadero él mantenía con primor una colección de bonsáis japoneses. Era otro mundo. Un mundo perfecto, casi feliz.

Pero el amor a las plantas que nos había unido fue, sin embargo, lo que nos separó. De pronto, empezó a cultivar unos extraños arbustos que, poco a poco, cobraban formas tan reales como imposibles, a las que él iba cortando diariamente pequeñas ramitas y brotes; de tal manera que nada perturbara el crecimiento del efecto y la figura que se buscaba. Ante mis pasmados ojos empezaron a crecer en nuestro jardín minimalista unos horripilantes ositos de peluche y elefantes verdes hechos con boj y aligustres. Cada día pasaba más tiempo en el jardín y podaba más, pero hablábamos menos. Un día empecé a ver, o creí adivinar aterrorizado, una figura que se parecía terriblemente a mi propia geometría. Y me asusté al ver la pasión que ponía en la poda de aquellas pequeñas ramitas que entorpecían la topiaria, y se mostraban reacias a crecer según sus designios decorativos. De súbito, me vi allí yo mismo, como aquel maldito arbusto de forma humana al que le iba cortando cada día una mínima rama de su libertad…

Hice la maleta y me largué sin despedir, dejándole allí, en aquel jardín, con las tijeras de podar en la mano. No pareció importarle que me llevara el descapotable. Juraría que, al mirar atrás horrorizado, y mientras él podaba las ramas más rebeldes de mi propio cuerpo, sus ojos contemplaban aquella figura con más amor del que yo había sentido jamás.

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