sábado, 19 de septiembre de 2009

LA NOCHE EN BLANCO, 7: "MI primer beso"

Yo fui a un colegio de monjas antes de llegar a Madrid y entrar en el instituto para hacer el bachillerato. Aunque yo me enamoré por primera vez a los tres años de un niño que me robó el triciclo, el primer beso lo di en aquel colegio de monjas.

Yo era (y aún lo soy, para vuestra tranquilidad) muy buen estudiante, pero me juntaba con lo peor. Y el peor de todos, el que armaba todos los líos, el jefe de todo el colegio, el que les levantaba las faldas a las monjas, el padre de todas las gamberradas era G. Y lo bueno, para mí, es que G. era mi mejor amigo. El fue el que me enseñó a fumar y el que me dio el primer beso, naturalmente en los servicios.

El caso es que nos metíamos a fumar en un servicio de esos típicos que la puerta solo llega a media altura y claro se nos veían los pies; las monjas se ponían malas si encontraban a dos niños en el servicio haciendo cositas, como es natural.

Entonces G. inventó un método para que no descubrieran que estábamos los dos fumando: cada uno de nosotros levantaba un pie y lo apoyábamos en la taza del wáter y dejábamos otro apoyado en el suelo. Así parecía, creíamos nosotros, que solo había uno en el servicio.

Sin embargo siempre nos pillaban, siempre nos descubría la Madre Evangelina y nos hacía salir al invariable grito de “G. y Iago salgan inmediatamente del servicio” Nunca comprendimos por qué sabía que estábamos los dos dentro de aquel retrete. Solamente al acabar el colegio y despedirme de ella, cuando le pregunté cómo nos descubría siempre si solo poníamos un pie en el suelo, me explicó riéndose que no había que ser muy listo y que lo notaba porqué yo usaba un 37 de calzado y G. un 41 y que la diferencia entre nuestros pies era notable.

El caso es que G. llevaba el tabaco. Siempre un único pitillo que robaba a su padre y que nos lo fumábamos en aquel baño. Un día me dijo que un pitillo le sabía a poco y que para aprovecharlo, nos podíamos pasar el humo uno al otro y así lo aprovecharíamos el doble. Yo que tenía tantas ganas como él, supongo, de sentir aquellos labios carnosos que me soltaban el humo en la cara todos los días, acepté sin rechistar. Pero detrás de aquel humo compartido entró rápida, húmeda y sabrosa la lengua de G. en mi boca y allí mismo, en el baño del colegio después de acabados todos los pitillos fumados, nos besábamos como locos hasta la, por otra parte, inevitable irrupción de Sor Evangelina.

Allí nos juramos amor eterno sin palabras; amor de hombre, amor que no dice su nombre. Aquel amor que se fue, como el humo de aquellos pitillos enamorados.

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