jueves, 13 de agosto de 2009

SOLO FRENTE AL PELIGRO

Allí estaba encerrado en casa, sin fumar por miedo al cáncer y, ahora, casi sin comer, desde que había leído aquel sesudo artículo que afirmaba que una mala alimentación era incluso peor que fumar. Vivía acojonado. No comía ternera por miedo a coger la enfermedad de las vacas locas, ni pollo por miedo a la gripe aviar. Y para colmo ahora, una nueva epidemia, la gripa A. Ya temía las grasas por culpa del colesterol y temía estar gordo por las arterias y el corazón. No bebía agua del grifo por si alguien la envenena y no comía cerdo por si pillaba una triquinosis, ni quería boquerones en el aperitivo por si se le metía uno de esos gusanos, el anisakis.

Ya no salía a la calle, por miedo a que le atracaran, ni iba a la playa por no tomar el sol y coger una enfermedad grave en la piel. Tenía, además, miedo a bañarse en el agua fría por no coger una artritis. Pero, por el contrario, podían aparecer tiburones, ahora que el agua estaba más caliente, y por supuesto temía a las medusas. No se atrevía a veranear en el sur por si le pillaba el calentamiento global despistado y se iba todo al carajo al subir el nivel del agua del mar, pero no quería ir a la montaña por el exceso de ozono. En la ciudad temía el CO2 que emiten los coches y las calefacciones. Y no iba a los partidos de fútbol por si ocurría una avalancha. Tenía miedo de pasar cerca de una mezquita por si un comando integrista se inmolaba por allí cerca, y jamás visitaría el país vasco por lo que pudiera pasar.

No besaba a nadie para no coger la enfermedad del beso ni, después de la recomendación de las autoridades, daba a nadie daba la mano por no pillar esa gripe nueva. No tenía relaciones sexuales para no pillar unas purgaciones, y mucho menos se dejaba dar por culo para no pillar el VIH. Incluso si alguien le tosía cerca temía a la tuberculosis. Había dejado aquel trabajo de representante cuando le dijeron que tenía que viajar a África, pues temía coger la malaria o, mucho peor, el Ébola. Bueno, también temía volar. No podía ir al zoo pues temía que se agudizara su alergia a los animales, igual que no podía ir al campo con aquella nueva alergia que había desarrollada a las gramíneas.

Y tenía terror a ir por la calle y resultar atropellado, así como a beber por si pillaba una cirrosis o provocaba un accidente el mismo. Pero no quería ir a hospitales para no pillar una salmonelosis, o más grave todavía, el virus del quirófano. Incluso tenía miedo que el anestesista le pasara la hepatitis al pincharle. Y para colmo ahora decían que cada día se descubrían tres nuevos meteoritos que podrían impactar con nuestro planeta.

Y ahora aún encima, con la crisis económica, tenía terror a perder su trabajo, y pánico a no poder pagar la correspondiente hipoteca. Temía que sus ahorros se perdieran en un corralito y tenía miedo a sufrir una inspección de Hacienda. Tenía miedo a la situación política, a que alguien lo acusara de algo que no había hecho, y tenía miedo a una nueva dictadura... Y vivía angustiado pensando en que alguien le metiera un virus en el ordenador y pillaran los números secretos de sus tarjetas. Y para colmo, ahora Hollywood anunciaba el fin del mundo para el 2012.

Gary Cooper apagó el televisor donde, un día tras otro desde hacía ya varios años, contemplaba su mayor éxito, pensando que para peligros los de antes, y que habría que ver a todos estos intelectuales del terror frente a un grupo de indios cabreados, con sus plumas y sus pinturas de guerra…

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