lunes, 10 de agosto de 2009

CIBERCULEBRÓN: PARA ESTE VIAJE NO HACÍAN FALTA TANTAS ALFORJAS

Yo tenía un novio artista. Era escritor y dibujante. El residía en Colombia y yo en España, pero eso no perturbaba nuestro amor, y aunque vivía lejos, aquel cariño era tan grande e insumergible que sobrevivía a la distancia. Nada le afectaba, ni el reprimido deseo.

Durante mucho tiempo, yo fui su inspiración y su único modelo. Yo era su Giocondo y el mi Ángel, mi mago de Oz. El pintaba exclusivamente para mí, y me reproducía en todos sus cuadros con el cariño que ponía en todo lo que hacía. Se ganaba la vida pintando, y como pintor tenía una vida bohemia y desordenada, pero yo me propuse ser su representante en Europa y el triunfo se presentía cercano.

Pero de repente, un día empecé a encontrar en todas las galerías de arte obras firmadas por mi novio. Y no sólo eso, sino que en aquellas ingratas imágenes aparecían no sólo el personaje retratado exclusivamente, sino que figuraba siempre a su lado el pintor, mi novio. Y en todos ellos las figuras, que su grácil mano había dibujado tan realísticamente, aparecían alegres y dicharacheros con una complicidad de la que, de pronto, yo me encontraba excluido. Las punzadas de los celos me destrozaron el corazón. Todos aquellos personajes, además, presumían orgullosos de sus retratos y del generoso regalo del artista, de una manera que se me antojaba provocadora, y uno a uno iban fijando los clavos del sepulcro de mi confianza.

Así que escribí a mi prometido pare decirle que, si bien podía aguantar ver todas aquellas obras de arte en las que no aparecía mi figura por primera vez, no podía soportar que no hiciera uno significativo de nuestra maravillosa relación, el cuadro que iba a ser el definitivo, su consagración, y en el cual habíamos de aparecer mi novio y yo en el tálamo conyugal, haciendo el amor y/o guarrerías varias.

Pero como mi encargo se retrasaba, tuve súbitamente una idea tan peregrina como eficaz. Hice el equipaje, metiendo en mi maleta todos mis calvinesklein y mis zapas plateadas, y me planté en el aeropuerto para pillar el primer vuelo a Colombia, y darle a mi amado una sorpresa, sorpresa que yo presentía definitiva y feliz. Pero la sorpresa, sin embargo, me la había de llevar yo.

El reloj marcaba las tres. Y sé que una llegada a horas intempestivas puede hacer que te enfrentes a casi cualquier situación, pero yo no estaba preparado para lo que vi. El no estaba allí; pero en el atril, aún inacabado y con la pintura fresca, había un cuadro en el cual no dos sino tres eran las figuras que se podían contemplar. En lo que parecía una visión premonitoria de mi propio viaje, mi retrato se podía contemplar en el quicio de la puerta, a punto de contemplar la realidad que me sería revelada: mi novio yacía en la cama, pero no era conmigo con quien disfrutaba de la coyunda, sino con un tal Potter, un amigo de la casa, un compatriota suyo en quien yo confiaba, ¡ese era su compañero de cama! y parecía que lo había dejado "encantado", además. Os podéis imaginar mi sorpresa y desconsuelo. Me volví a mi país sin haber usado ni uno solo de aquellos calzoncillos. Pero me traje la prueba.

¿Y qué puede tener Potter que no tenga yo?, pensé durante todo el camino de vuelta. ¡Ah! claro, me dije para consolarme, Potter, Potter... uno que tiene una “varita mágica” entre las piernas.

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