lunes, 6 de octubre de 2008

MI EDUCACIÓN TRADICIONAL

Mi educación clásica y, en cierta medida, militar, me obliga mucho y me produce, a veces, satisfacciones. Por ejemplo, siempre soy el preferido de las madres de mis amigos y de mis amigas también, que me ven como el novio ideal para sus hijas; y para mis profes, pues un alumno ejemplar educadito que siempre se sienta en la primera fila con cara de atender mucho se cotiza, y no son pocas las asignatura en que he mejorado la nota con esa actitud, digamos, modosa.

Sin embargo en el fútbol no me ha dado más que disgustos. Nadie se toma en serio a un delantero centro de aspecto guapote y limpito que, además, pide perdón, cuando tras un hábil regate, deja sentado al contrario (pocas veces, claro). Más bien produce risas y chascarrilos. Y más aún, cuando tras meter un gol – y he de confesar que Raul no soy- pues me excuso ante el portero del equipo rival, animándole con cosas tales como que un mal momento lo tiene cualquiera, o que le pegué así de rosca sin querer. Esta actitud no siempre es bien comprendida por los rústicos mozos de pueblo contra los que jugamos y, para qué negarlo, entre mis propios compañeros, que no paran de animarne a ser más aguerrido y menos mirado. Y si no fuera porque muchas de las jóvenes animadoras que vienen a vernos jugar lo hacen por ver mis masculinas piernas un poco torcidas en pantalón corto, creo que sería un eterno suplente en mi propio equipo. Pero yo lo siento, es mi naturaleza. Con razón en la casa de pisos donde vivíamos en A Coruña éramos los hijos modelos de los vecinos que todos querían tener, y que a todo el mundo saludaban en el ascensor para asombro del portero. Esa educación marca.

Y si bien a veces he deseado ser no ya peor educado, sino peor aprendido, yo no lo puedo evitar. Vamos que yo pido permiso hasta para penetrar el culo más apetitoso. Pero en el deporte, muchas veces he salido del campo entre cuchufletas de los padres de los otros jugadores, que me llaman el “señorito del culo cagado” entre otras lindezas.

Pero este domingo, jugando el partido reglamentario, me di cuenta cuán poco sólidos son mis principios educativos, pues cansado de que aquellas acémilas me estuvieran dando patadas todo el partido, estando yo calentito después de un verano en el que poco pude desestresarme entre el mal tiempo y la puta salmonelosis, cuando vi que un balón que me pasaba mi medio centro me venía como a la altura de los huevos de mi marcador, le largué con toda mi intención –y mala educación he de añadir- una patada en todos los cojones de la que todavía estará reponiéndose, supongo.

Por una vez, salí del estadio todo chulo entre lindezas tales como “cabrón”, “hijo de puta” y otras amables saludos del respetable, cuando el míster me cambió para preservar mi integridad antes de que terminara el partido. Pero por una vez, no me llamarón “señorita” sino “carnicero” y “asesino”, acordándose mucho de mi señora madre también, eso sí.

¡Ay! que gusto me dio trasgredir mi castradora educación tradicional. Y aunque sé que los valores que el deporte nos debe inculcar son otros, yo por una vez me quedé más contento que dios. ¡Qué se joda, qué le den por culo… y una mierda que se coma!

¡Uf! Que desahogado se queda uno a veces siendo un maleducado.

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