lunes, 18 de junio de 2007

TRILOGÍA DE IAGO III. LA MUERTE

Iago había estado esperando este momento mucho tiempo. Lo tenía decidido hace tiempo y lo había planificado perfectamente. Se había hecho con una copia de la llave del cajón secreto del buró de su padre donde sabía que encontraría lo que estaba buscando. Solo había que esperar una oportunidad, y hoy había surgido.

Estaba solo en casa, sus padres se habían ido de viaje, no estaba ninguno de sus hermanos y hasta su abuela se había esfumado en una de esas desapariciones cada vez más frecuentes. Solo sus queridas perras, Elfa y Luna lo miraban entre intrigadas y temerosas. Pero a pesar de estar solo, sus manos temblaban mientras intentaba abrir aquel maldito cajón que parecía que se resistía a ser abierto, como guardando un secreto terrible o un arma peligrosa y Iago realizaba esta tarea como con miedo a ser sorprendido a pesar de saber que no había nadie más.

Cuando finalmente consiguió que el cajón se abriera a sus ojos apareció lo que estaba buscando y que estaba seguro que encontraría allí. Lo que necesitaba para sus planes, lo que usaría para despedirse, el arma reglamentaria de su padre, una pistola Llama M-82 en perfecto estado de revista y, que a pesar de no comprobarlo, Iago sabía cargada.

Bueno, así terminaría todo, algo rápido y no muy doloroso según decían. Ya no aguantaba más la presión que la desilusión de su familia por no seguir la tradición familiar le provocaba. Su bisabuelo y su abuelo habían sido marinos, su padre era marino, y marino era la profesión que se esperaba para él. Pero él había escogido ser periodista. No quería ser militar; no soportaba la idea de ejercer la menor violencia, jamás había matado a ningún animal, ni aún al más pequeño; cuánto menos iba a hacer daño a un ser humano en caso necesario. No podía.

Sin embargo sentía que había fallado, que la vergüenza de un suicidio sería más superable que el estigma que caería sobre su familia si se descubría que era gay. En aquel ambiente asfixiante de pijos de marina, el no seguir los pasos paternos e ingresar en la milicia se consideraba algo menos que una traición y ya no digamos si eras maricón. Su vida se le presentaba como un suplicio y había decidido terminar con todo.

Aún hoy había corrido delante de la policía protestando contra la visita de Condoleezza Rice pensaba sonriendo, por ese extraño e irónico mecanismo que nos lleva a pensar en las cosas más absurdas cuando va a ocurrir algo importante, mientras quitaba el seguro del arma. Tenía que ser valiente ahora; no le podía temblar el pulso habiendo llegado hasta aquí.

“Jamás haré daño a un ser humano… ¡jamás haré daño a un ser humano…!” – se repitió – “¡Ser valiente! Si, tengo que ser valiente…”

Iago guardó la pistola y la depositó de nuevo en el cajón, cuidando que todo quedara como lo había encontrado.

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