viernes, 15 de junio de 2007

TRILOGÍA DE IAGO: I. EL AMOR

Iago era un romántico empedernido.

Por eso se había quedado perdidamente enamorado, apenas con aquellas tres frases ¡pero qué tres frases! Tres frases simplemente, pero tan bellas y llenas de ternura y romanticismo que dichas en el momento oportuno, se le habían grabado a fuego en su corazón. Es increíble como solo tres frases te pueden marcar, hacer soñar, ilusionarte.

Cuando Iago lo vió, tirado en la cabina de la sauna en la que había entrado lleno de curiosidad, no sabía cómo actuar y temía quedar marcado como un novato en busca de experiencias. El chico allí tumbado mantenía la puerta abierta y cada vez que Iago pasaba parecía que hacía un leve movimiento de cabeza, como invitándolo a entrar. Pero su inseguridad y el hecho de no conocer ese código no verbal que se usa en el ambiente gay lo frenaba. Estuvo pasando una y otra vez por delante de aquella cabina hasta tener la seguridad de que el otro chico estaba igualmente interesado.

Finalmente, armándose de valor, empujó la puerta y se acercó a aquel joven guapo que mostraba bajo la escueta toallita que entregaban en la sauna una masculinidad en todo su esplendor. El otro chico lo miró fijamente, lo examinó de arriba abajo y pareció aceptar lo que sus ojos veían pues, entonces, soltó la primera de aquellas frases que Iago no olvidará nunca. “Pasa y cierra la puerta” ¡dios! Cuántas promesas de un futuro de amor había en esa simple frase. A Iago le entró vértigo, a pesar de lo cual, no dudo en abalanzarse sobre aquella más que respetable y empalmada polla que, ya sin toallita, se le ofrecía en todo su apogeo. Así estuvo un buen rato, con aquel rabo en la boca, mordiéndolo, chupándolos, lamiendo cada una de sus venas, metiendo la lengua por su orificio, pensando que aquello debía ser el verdadero amor. El amor que tanto tiempo había estado buscando.

Cuando su amado, con su rabo tieso y suficientemente humedecido, cogió a Iago como un muñeco y le dio la vuelta, mientras le separaba las piernas para poder contemplar su ano ansioso que se abría por momentos con la simple percepción del calor emitido por su pene, le dijo a Iago la segunda de aquellas frases que Iago hoy recordaba con todo el amor de que era capaz: “no grites mientras te la meto” le dijo el joven fornido y empezó a introducirse dentro de su cuerpo separando aquella carne joven y tierna como se separa la mantequilla y penetrando en su ser como sus románticas frases habían penetrado en su romántico corazón.

Después de un buen rato con aquel trozo vivo de carne agitándose en su culo, Iago pensó que esto sí que era el amor verdadero, que el amor era algo maravilloso siempre que lo hicieras con la persona adecuada, y mientras el otro derramaba en su ser toda su húmeda simiente, Iago pensó que finalmente el amor consistía en dar con alguien lo suficientemente romántico como para hacerte alcanzar un éxtasis puro y sentimental, pues ya amaba a ese joven anónimo que le había follado.

Al retirarse de su cuerpo su amado, y con el semen del propio Iago todavía secándose en tu pecho y vientre, su enamorado le dijo la que sería la última y definitiva frase de amor, la que determinaba su futuro como pareja, la que abría un mar de posibilidades, entre la que no era la más despreciable el vivir un amor eterno y feliz que tanto había buscado: “Y ahora una duchita” le dijo el otro mientras abandonaba la exigua cabina.

Iago apenas acertó a susurrar un “yo también te quiero” mientras se cerraba la puerta.

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