lunes, 26 de enero de 2009

LA HIJA DEL TORRERO

Sólo después de recorrer tres quilómetros de duro pedaleo en la bici, por una carretera vieja y olvidada, se accede al faro que remata el cabo de mi aldea de veraneo. Allí, reinando sobre los acantilados, batido por el viento frío del nordeste, se levanta aquel modesto faro de pueblo. Faro pobre y aldeano, con su mecanismo manual y primitivo, que sirve para alejar de la costa a los numerosos barcos pesqueros de la zona; pero no así a los grandes trasatlánticos que navegan despreciativamente por la línea del horizonte rumbo a otros continentes, ajenos a aquel humilde y pálido reflejo nocturno, que los modernos sistemas de navegación hacen hoy prescindible. Hasta allí íbamos a menudo de excursión, la aguerrida pandilla de chavales veraneantes, pues por los alrededores se encontraban los mejores "nichos" de moras, ese generoso fruto del campo, tantas veces alimento de nuestras meriendas infantiles.

El sitio es agreste y salvaje y conserva toda la belleza de los paisajes vírgenes y todo su misterio. El engañoso sonido del viento juega con los sentidos. Y al niño que yo era, y que brincaba temerariamente por sus alrededores, le costaba mantener la verticalidad, debido a esa fuerza con la que ese viento allí sopla. Y mirar hacia abajo de la costa, donde rompen las olas en unos increíbles juegos de artificio forjados de espuma y yodo, no deja de impresionar al visitante más atrevido.

El último torrero tenía una hija tan bella que su fama alcanzó a toda la comarca. Y que aquella adorable muchacha de cabellos de oro tocaba el piano como los propios ángeles. Todos los jóvenes del lugar acudían en romería montados en sus caballos para escuchar y cortejar a la joven, que parecía indiferente a todos sus pretendientes y solo pensaba en tocar aquel piano incansablemente.

Entre ellos, se encontraba Marcos, un joven patrón de un pesquero llamado “Remedios” al que le faltaba tiempo para acudir a la vera de la joven Erundina a escuchar sus rítmicas y lánguidas interpretaciones musicales. Marcos soñaba con acariciar aquellos cabellos de oro y poseer aquel cuerpo de suaves formas y piel tan blanca. Y cada vez que el tiempo le impedía faenar en las embravecidas aguas por los frecuentes temporales invernales, acudía al faro a escuchar a su amada. Visitas a las que Erundina terminó por acostumbrarse, a pesar de mostrarse siempre fría y distante con todos sus admiradores.

Pero un día, en que su padre tuvo que viajar a la ciudad, y dejó encargado a Erundina el encendido manual del faro, surgió la tragedia. Erundina enfrascada en sus interpretaciones musicales se olvidó de poner en marcha aquella señal salvadora. Y cuando el mar de repente se enfureció a la caída del sol, fueron muchos los barcos que perdieron el norte. Entre ellos se encontraba aquel barco con nombre de mujer. Guiado, sin embargo, por aquella fascinante música que Marcos tanto había escuchado en los inmensos salones del faro, se acercó tanto a tierra, que el barco del que era capitán se rompió contra las rocas como un frágil cascarón de nuez. Aquella música que tanta felicidad le proporcionaba había sido ahora, con la luz del faro apagada, la causa de su naufragio. Perecieron todos los tripulantes del pesquero en una ingrata y negra noche de sangre y dolor. Cuentan que, enterada Erundina de aquella desgracia, cerró el piano, dejando entreabierta la última partitura interpretada, y sin dudarlo ni un momento se arrojó al vació de aquellos insensibles acantilados, sin que la historia que se cuenta sepa discernir si bajo el peso de la culpa o del amor. Sinfonía inacabada.

Aún adolescente, cuando frecuentaba aquel lugar, a mi natural inquietud de tropezar -siempre he tenido fama de "zoupón"- y caer por aquella indómita costa, y bajo la impresión de estar en un paraje tan solitario como dramático, se sumaba el miedo producido por el inmisericorde ulular del viento entre las rocas, que parece recoger de las olas el eco de una mórbida música de piano mezclado con unos extraños sonidos que parecieran lamentos mortales. Yo no podía permanecer en aquel lugar sin que la congoja me estrechara los pulmones y un extraño frío recorriera toda mi columna vertebral, mientras alguno de los mayores de la pandilla volvía a contarnos, una y otra vez, aquella dramática leyenda.

Hace años que no lo visito. He oído decir que ahora han puesto un mecanismo automático de encendido en aquel faro, tormento de mis sueños infantiles. Y que sigue allí, coronando aquellos acantilados de la muerte y el deseo. Eterno vigía del abismo, guarda de pescadores y, aquella vez de leyenda, en cambio, atractiva y mortal sirena, tumba del amor.

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