domingo, 18 de enero de 2009

EL AGUILUCHO (A Edgar A. Poe), con Interactivez

Edgar Alan Poe (1809 - 1849)

No espero ni pido que nadie crea el extravagante pero sencillo relato que me dispongo a escribir. Loco estaría, de veras, si lo esperase, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Y sin embargo puedo jurar que los hechos transcurrieron como yo los voy a contar.

Era una estruendosa noche de tormenta, y no sólo climatológica, sino también mental. Pues estaba yo todavía bajo el lánguido sueño que el alcohol produce en los desesperados, tras haber estado paseando mi soledad por varios antros de los considerados peligrosos por mis colegas de la comisaría, cuando recibí el aviso de que se había cometido un crimen en la mansión Quiroga, en las afueras de la ciudad. Me vestí rápidamente sin olvidar mi bufanda granate. Fuera, la tormenta arreciaba, y una oscuridad tétrica solo iluminada de vez en cuando por los relámpagos y rayos que sobre el río caían, me hizo pensar que era un mal día para morir, pero peor para que yo lo investigara. Con esos pensamientos me dirigí al lugar de los hechos.

La casa Quiroga era un gran palacete estilo indiano que pertenecía al último vástago de una noble familia venida a menos. Su último descendiente, Alfonso Quiroga, vivía allí solo, avariento y ahora arruinado y enfebrecido. Debatiéndose entre una extraña enfermedad propia de su familia y la melancolía de no tener descendencia a quién dejar en herencia su prosapia y su apellido.

Cuando llegué a la mansión, pude percibir y casi masticar la turbia atmósfera empobrecida que allí se respiraba y que parecía venir de la marisma cercana. La casa, enorme y tétrica, había conocido mejores tiempos, y hoy languidecía ajena a los vaivenes del nuevo siglo. Algunos cristales de las enormes ventanas permanecían rotas y por ellas afloraban los viejos y polvorientos paños de terciopelo púrpura de las cortinas, como sangrientas banderolas asustando a los visitantes. Una vez atravesado el sombrío y húmedo vestíbulo, llegué a la biblioteca donde, por lo visto, había aparecido el cadáver de aquel triste orate.

- ¿Qué tenemos aquí? –pregunté al forense, que había llegado antes que yo; seguramente por no estar en tan lamentable estado de resaca como yo me encontraba. Se afanaba en su labor de examinar el cadáver, sin dejar de aspirar el amarillento cigarro que soportaba entres sus labios.

- En un extraño caso, comisario –me dijo-. Nunca he visto nada parecido. Muerte violenta por herida incisa en el pecho. Pero no es producto de ningún disparo ni arma blanca que yo conozca.

La habitación había aparecido cerrada al igual que las ventanas. Alfonso Quiroga permanecía sentado en su destartalada butaca orejera con un viejo libro en su regazo, “De argentorum filosofae” de F. Teixeiro. Y allí seguiría eternamente el finado si la asistenta, que limpiaba una vez a la semana, no se hubiera extrañado al no oír sus grotescos ronquidos y sus constantes lamentos e improperios. Tenía fama de tener malas pulgas.

Me agaché sobre él y pude ver su cara ahora pálida y mortecina. De entre todos los rasgos de su faz destacaba una enorme nariz aguileña, ganchuda y afilada que deba a su cara un extraño aspecto de pájaro de mal agüero; era la imagen de la avaricia misma. Me fijé en la herida mortal. Un desagradable boquete lleno de sangre coagulada y pústulas en medio del pecho de Don Alfonso, tan profundo que no se podía ver su final. Tuve que retirar mi cabeza asqueado, debido al hedor que despedía…



INTERACTIVEZ: En el día que se conmemora el doscientos aniversario del nacimiento de Edgar A. Poe, ese tuberculoso, y partiendo de las primeras frases de uno de sus más famosos cuentos, he escrito este breve relato que he dejado inconcluso, para buscar vuestra participación... ¿Cómo murió D. Alfonso Quiroga? Escribe tu especulación en forma de comentario.

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