jueves, 27 de septiembre de 2007

PRIMEROS AMORES: JORGE

Sin duda fue un flechazo. Cuando llegué a aquel botellón me quedé paralizado a ver a Jorge. Era el niño que yo había soñado, era el crío – el tenía quince años apenas y yo dieciséis- más hermoso que habías visto hasta entonces y su sola visión conmovió todo mi cuerpo. Tenía una preciosa cara de muñeco de peluche con un pelo trigueño ensortijado que le caía por la cara y sus ojos brillaban con una alegría no ingenua de malicia, promesa de placeres soñados.

Jorge había venido con un chico mayor que nosotros y que era, luego lo supe, su descubridor en el mundo gay y primer novio. Yo no sé lo que tenían entre ellos, pero apenas transcurridas una hora de conocernos ya estábamos escondidos los dos en un rincón oscuro de la casa de T. donde nos encontrábamos; abrazado a él y besando apasionadamente aquella jugosa boca, con una precipitación, ansia y lujuria propia del novato desesperado.

Más tarde, Jorge me confesó que sintió lo mismo que yo al verme y que ya no pudo sacarme de su cabeza, que le costó una tremenda discusión posterior con su amigo; pero que todo lo daba por bien empleado pues era yo lo que había estado buscando todo ese tiempo. Esa noche lo acompañé a su casa y le di un último y atrevido beso en el semáforo de la calle Juan Flórez.

Comenzamos una preciosa carrera infantil llena de apasionados momentos para poder besarnos y acariciarnos estuviéramos donde estuviéramos: nos rozábamos en la mesa de juego, nos tropezábamos intencionadamente por los pasillos, nos besábamos a hurtadillas en la cocina y hasta íbamos juntos al baño. Todo momento nos parecía bueno, para estar más cerca el uno del otro, respirar el mismo aire, oler nuestros respectivos olores. Era una reacción química tan poderosa que saltaban chispas, estrellas, rayos, y líquidas emanaciones; que nos dejaba exhaustos, llenos de emoción por el peligro, ansiosos por más amor, entregados y perdidos.

Empezó para mí una época llena de encuentros furtivos, conversaciones de más de cuatro horas diarias por el teléfono hablando de cualquier cosa, riéndonos como posesos por la mayor de las tonterías. Perdí las ganas de estudiar, de jugar, de comer incluso. Tenía todos los días instalado en mi estómago mil hadas, once mil elfos, cien mil unicornios… todos ellos moviéndose acompasadamente a la simple llamada de su nombre, Jorge, Jorge, Jorge…

Compartíamos todo, todo nos lo regalábamos y nada nos parecía poco para satisfacer nuestro amor. Recuerdo que empecé con él a aficionarme a la música clásica, tan impropio para su edad pero que a él tanto le gustaba; y recuerdo aquel día en que, en mi ignorancia, pronuncié “Devorak” cuando hay que decir “Borsak”, en mi afán por sorprenderle y fingir conocer lo que me estudiaba a escondidas en mis pocos ratos libres. No paró de reírse en tres días, y sin embargo aquella maravillosa risa estaba llena de aceptación y complicidad. ¡Éramos tan felices! Nos sentábamos durante horas con la ahorrada paga del domingo en las terrazas del paseo del Parrote para, desde allí contemplando la belleza del puerto de la ciudad, hacer mil planes para un futuro que ya no concebíamos el uno sin el otro… una sinfonía para el nuevo mundo.

Pero… - y parece que siempre ha de haber un pero - o la felicidad no puede ser retenida o toda historia bella debe terminar para poder ser contada y apreciar así el valor de lo perdido. Cuándo más felices éramos mi padre vino a anunciar que nos marchábamos para Madrid al acabar el verano, donde se encontraba su nuevo destino. De repente nos encontramos que nos quedaba apenas un fin de semana para estar juntos y completar aquel catálogo de placeres que apenas habíamos empezado a disfrutar. Pues Jorge pasaba el mes de agosto en la playa de Sanxenxo en las Rías Baixas y yo en Doniños, al lado de Ferrol.

Hicimos lo imposible para poder pasar al menos una noche juntos, pues no podíamos permitir que el destino nos privara de poner punto final a nuestra, hasta la fecha, incompleta relación. Conseguido el permiso de mis padres para dormir fuera de casa, puesto que yo era el mayor, nos dispusimos a pasar nuestra última noche: la de los condenados y, como ellos, concediéndonos el uno al otro todos nuestros últimos deseos.

Esa noche última no dormimos. La pasamos desnudos llorando y haciendo el amor con una madurez que a mí mismo me sorprendió pues en vez de entregarnos a la urgencia del momento, fuimos explorando cada una de las posibilidades que dos cuerpos del mismo sexo permiten, con calma, con precisión; ni una sola célula de nuestros cuerpos fue desatendida. Solo las sábanas empapadas de nuestras lágrimas, sudor y semen fueron testigos de nuestra única y última noche de pasión y amor. ¿Qué decir? Que si hasta la fecha había sido como estar en el paraíso, aquella noche fue visitar el cielo para tener que abandonarlo al amanecer. Ningún otro día ha vuelto a ser tan amargo.

Abrazados nos encontró el alba, y en el desayuno enfundados en nuestros albornoces blancos en la tarraza sobre la playa de Riazor, solo las gaviotas rompieron un silencio tan ruidoso que aun hoy resuena en los rincones más ocultos de mi corazón. Nos prometimos amarnos eternamente de mil maneras: con palabras, con los ojos y con los besos; pero sabiendo los dos, que la distancia disolvería aquellas promesas como las olas del mar disuelven a la espuma…. Aún hoy, cuando solitario en la playa oigo gritar a las gaviotas, pienso que están cantando aquella triste melodía del adiós de mi primer amor, ese amor que deja una huella y un vacio que nunca nadie ha de volver a llenar.

Antonín Dvorak
“New World Shymphony”
4th movement. Allegro ma non troppo

No hay comentarios:

Publicar un comentario