domingo, 15 de noviembre de 2009

LA MARISCADA

Los gallegos cuando nos juntamos tenemos dos especiales maneras de celebrar una fiesta. Como no sabemos bailar flamenco ni batir palmas y cantamos fatal, nosotros comemos y bebemos. Y dos son las maneras que tenemos de pasarlo bien y de contribuir al acervo cultural de este país: la queimada y la mariscada.

La queimada es una curiosa ceremonia en la que se quema aguardiente siguiendo un falso ritual celta, pero que da mucho juego ante los turistas. En esa ceremonia cachonda se lee con pompa y circunstancia un supuesto “conxuro” que siempre queda como muy típico y folclórico. Los turistas babean y nosotros nos mondamos de risa. Pues es una gilipollada quemar un aguardiente bueno, y si está malo es mejor usarlo como alcohol de quemar.

La mariscada gallega también tiene una mística especial. En principio tiene que ser abundante, nada de cuatro gambitas de Huelva por allí muertas de risa y una tortilla de camarones, no. Una buena mariscada gallega, tiene que contar con al menos un kilo de buenos percebes por persona (un percebe bueno es aquel que tiene el tamaño de un “carallo de neno”). Tiene que tener, igualmente, una centolla y dos nécoras con personas y por lo menos su buen kilo de cigalas para cada uno. Y se come a una velocidad endiablada, bajo el lema de “marica el último”. Los gallegos no chupamos las patas de las centollas ni de las nécoras (hacemos luego croquetas), ni tampoco chupamos la cabeza de esos crustáceos. No, los gallegos sabemos que chupar cabezas y patas es una pérdida de tiempo y “pierdes de ganar” comiendo esas cosas. Tampoco nos entretenemos en sacar las uñas de los percebes, si sale sola bien, pero si no, nada. Y mientras comes un percebe (empezando por los grandes) tus ojos deben estar sobre la fuente buscando ya el siguiente que te vas a zampar. Vamos, que comiendo marisco se distingue a un auténtico gallego del que no lo es. Y cuando ya no quedan percebes en la fuente, siempre hay algún chistosillo que deja caer la vieja gracia de “yo no quiero más, todo lo que queda para vosotros”. Siempre es igual.

El caso es que mi padre usa esas dos celebraciones como, lo que podríamos llamar, “prueba de novios”. Y a todos los pretendientes que tontean con mis hermanas los invita a una mariscada y una queimada. Es la prueba de fuego “refinitiva”. Si un aspirante novio de mis hermanas quiere que “la familia” le acepte, tiene que saber comer marisco o aprender rápido, como lo hacemos nosotros e ir directo a lo importante, sin que su plato de restos sea menor que uno de los nuestros. Y tiene que aprender a meter la uña a los percebes en el sitio exacto para abrirlos fácilmente, despreciando las cabezas. Y luego, superada la primera prueba, tiene que saber beber el aguardiente como un hombre y decir siempre con complacencia la famosa frase clave: ¡qué pena quemar un aguardiente tan bueno! Solo en este caso mi padre consiente que entre en casa y vuelva a comer en nuestra mesa ese pobre aspirantillo a cuñado.

Pero mientras no aparece el novio definitivo, yo me estoy poniendo morado a comer marisco… Bezos.

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