miércoles, 17 de diciembre de 2008

LA CESTA DE NAVIDAD (Cuento)

Desde pequeño, desde que empecé a estudiar yo tenía la ilusión de ponerme a trabajar para conseguir que me regalaran una cesta de Navidad en la empresa. Otros niños querían ser bomberos o policías, o esperaban un coche o una novia de la vida. Yo quería mi cesta. Y no porque en casa fuéramos pobres, que no lo éramos. Nunca nos había faltado un trozo de turrón por estas fiestas o un polvorón. Incluso el día de nochebuena cenábamos pavo. Una vez a mi padre le regalaron un jamón, no muy grande y por supuesto no de pata negra, pero lo celebramos como tal. Lástima que fuera el mismo año en que lo echaron de la empresa. Y un jamón siempre es un jamón, pero no es una cesta.

Así que siempre fui un alumno aplicado esperando mi cesta. Estaba seguro que si estudiaba lo suficiente y conseguía un empleo, mas tarde o más temprano la deseada cesta tendría que llegar. Yo vivía para el estudio mientras soñaba con una cesta que fuera la envidia de todo el vecindario. Recibir aquella cesta era la ilusión de mi vida.

Cuando acabé la carrera y empecé a trabajar en una multinacional me dijeron, al llegar las navidades, que ese año por motivos presupuestarios no iban a regalar cesta a los que llevaran menos de dos años en la empresa. Bueno, no me importó mucho, pues después de prepararme tanto para recibir mi cesta, bien podía esperar dos años más. En años sucesivos decidieron que las cestas serían para los que llevaban primero tres, luego cuatro y, finalmente, cinco años de servicios ininterrumpidos. A mi siempre me faltaba uno; parecía que aquellas cestas que yo miraba con ojos envidiosos se burlaban de mi, esquivándome.

Cuándo tuve esos cinco años de antigüedad, un nuevo director decidió sorprendentemente que las cestas de navidad serían exclusivamente para los nuevos y recién incorporados para así motivarles en su trabajo. No podía decir nada, pues era una decisión tomada en nombre de la productividad de nuestra querida empresa. Por fin, cuando alcancé los diez años ansiados de trabajar en el mismo puesto, el presidente, en un agresivo cambio de política contrario a toda la ética anterior, decidió que la cestas irían a parar sólo a los directivos de la empresa. Me aguanté, sobre todo teniendo en cuenta que estaba a punto de ser nombrado director adjunto.

Pero el año en que ya por fin pertenecía al club de los ejecutivos, el nuevo director gerente, pensó que las cestas de navidad eran un regalo muy paternalista, que con nuestros sueldos de ejecutivo bien podíamos comprarnos las viandas para pasar unas buenas navidades y que las cesta serían para aquellos que le faltaban dos años para la jubilación. Parecía una obra de caridad y tampoco tuve nada que objetar. Me faltaba mucho para la jubilación, pero tampoco era cuestión de sacar un polvorón de la boca desdentada de un prejubilado; aunque reconozco que ver allí las cestas, con una paletilla y una lata de espárragos saliendo por uno de sus lados, me hizo contestar airadamente al mayor de los conserjes, sólo por su edad.

Por fin, cuando llegué al cargo de vicepresidente ejecutivo y a punto de jubilarme, cuando ya contaba con mi cesta navideña, tantas veces soñada y por fin conseguida, llegó la crisis económica del año 2008 y se decidió en consejo, presidido por mi mismo, que ese año no habría cesta para nadie; que había que ahorrar y que la empresa había perdido mucho dinero en el crack de los fondos de inversión de alto riesgo. Cuando salí del consejo de administración, lloraba. Ese año quebró la puta empresa.

Hoy, aquí, debajo del puente donde vivo, todavía espero que un mensajero de una conocida firma comercial venga a traerme esa cesta de tres pisos con la que sueño y con la que espero deslumbrar a todos mis vecinos…

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