lunes, 8 de diciembre de 2008

EL NIÑO JUDÍO

Siempre que llegan estas fiestas me acuerdo de aquel curioso niño, el niño judío. Aquel sombrío y enigmático crío, cuyo padre regentaba una vieja tienda donde todo el pueblo compraba los sombreritos, las serpentinas y los matasuegras con los cuales celebrábamos la llegada del año nuevo.

Era un niño raro. Un niño bajito y feúcho, vestido todo el año con una absurda chaqueta de paño negro y un gorrito en la cabeza que apenas le tapaba la nuca. Todos mis amigos se burlaban de él. Tenía unos ojos también negros y profundos, de esos que la pupila ocupa todo el iris, como si estuvieran permanentemente dilatados, y que suelen ir acompañados de unas enormes y rizadas pestañas igualmente negras. Ojos tristes y misteriosos dónde los haya, y que he vuelto a encontrar apenas otra vez en un ocasional amante. Aquel niño parecía delicado y enfermizo; y en el parque, donde yo jugaba al fútbol con mis amigos, él jugaba a las canicas sólo, bajo la atenta mirada de una aya vestida de inmaculado uniforme blanco. Su padre debía tener dinero, claro; para que aquel niño tuviera una aya, aunque para nuestra mentalidad de críos desocupados era imposible comprender que aquel absurdo comercio, al que apenas nos dirigíamos una vez al año a comprar nuestros petardos, pudiera permitirse aquel dispendio familiar. Misterio que en seguida despachábamos con la invariable frase de “¡Bah, son judíos!”.

A mi su presencia me tenía fascinado y, a veces, se me escapaban miradas escudriñadoras hacia el crío y su cuidadora. El parecía absorto en sus canicas, con una indiferencia que a mi se me antojaba orgullosa, y que me llegaba a producir un cierto malestar físico sin saber en que parte del cuerpo ubicarlo. Yo que era el líder de mis amigos, el delantero centro del equipo, el amigo que todos querían tener, no podía comprender como aquel renacuajo de aspecto grisáceo y apagado, no buscaba mi amistad y no mostraba el más mínimo interés en participar en aquellos pobres partidillos en los que marcábamos las porterías con nuestras mochilas y chambergos. Parecía completamente ajeno a nuestra competición, y ni siquiera nuestra exagerada algarabía al conseguir un gol y las burlas hacía el equipo contrario hacían mella en su indiferencia. A menudo la pelota se nos escapaba hacía el banco donde se encontraban ellos, y si nos la devolvía, era con tan poco interés que no hacía más que aumentar el mío.

Un día que bajaba yo patinando en cuatro ruedas de manera bastante temeraria cuesta abajo por la calle de la Tierra, mientras merendaba un corrosco de pan y unas onzas de chocolate, estuve a punto de perecer atropellado por un coche que saliendo de la calle Real se saltó un stop. Pero justo antes de que mis ruedas enloquecidas me llevaran bajo aquel vehículo, una mancha grisácea poco más grande que una rata, se interpuso entre el coche y yo, ofreciéndose como escudo ante la muerte que inevitablemente a mí me esperaba en aquella esquina. Aquel niño judío me acababa de salvar la vida de la manera más heroica posible, pues él mismo fue a estrellarse contra la puerta de aquel auto asesino. Yo le ayudé a levantarse y, todavía aturdido por todo lo ocurrido, apenas acerté a darle las gracias confusamente mientras abría mi mano temblorosa para ofrecerle aquel trozo de chocolate chupado y mordisqueado que él, con una lánguida sonrisa de agradecimiento, recogió y se llevó a la boca sin decirme nada.

A partir de entonces en el parque, aunque seguía sin acercarse a nosotros, dejó de jugar sólo con aquellas canicas de barro que le servían de entretenimiento y se pasaba la tarde contemplándonos mientras los demás jugábamos nuestro partido. Como si el hecho de salvarme la vida le diera una confianza y una camaradería que antes no sentía. A menudo, ahora, lo encontraba mirándome con aquellos ojos profundos que me parecían mucho más amorosos y menos enigmáticos, y si por casualidad la pelota escapada llegaba a sus pies, me la devolvía sin articular palabra, pero ya siempre con una amplia y luminosa sonrisa que lo hacía parecer hasta bello. Él sabía tácitamente que yo ya no permitiría que nadie le volviera a molestar ni se burlara de él, y ese íntimo convencimiento le hacía sentir más protegido e interesado en nuestros juegos. Pero solo él y yo sabíamos que, de los dos, él era el más fuerte y su fortaleza me había salvado la vida. Sin embargo, nunca más volvimos a intercambiar una palabra.

Cuándo empecé a ir al instituto, y nuestras partidas se trasladaron a los campos de fútbol de los distintos colegios de la liga infantil, dejamos de jugar en aquel parque y no volví a ver a mi extraño salvador. Pero eso no quita para que, aún hoy, todos los treinta y uno de diciembre, a la hora de tomar las doce uvas, tenga un agradecido recuerdo para aquel niño que me salvó la vida; para el niño judío.

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