lunes, 10 de marzo de 2008

JEAN DE PITA

A mí me da pena y jamás me he reído de él, a pesar de su aspecto, como hacen los demás. Lo vemos pasar a diario, mientras comemos pipas sentados en el muro al borde de la carretera del único bar del pueblo, con las bicicletas por allí tiradas, en las largas tardes de verano. Va desde “la casa de Pita” hasta la tienda de Rogelio, en el centro de la aldea. Pasea cabizbajo y sin levantar apenas la vista del suelo; sucio y desarrapado no saluda a nadie ni contesta a las burlas de los más pequeños del pueblo que le hacen blanco de sus crueles bromas.

Es la única salida que hace en todo el día; cuando va a comprar las pocas cosas que necesita para subsistir; un poco de pan y cualquier otra cosa que comer. Último descendiente de una noble familia subsiste como un mendigo. El resto del tiempo lo pasa solo, rodeado de sus gallinas, de sus vacas, y de aquellos cerdos que campan por su respeto en la era de la antigua casa solariega familiar venida a menos y que alguna vez tuvo cierta importancia en la pequeña aldea en la que se halla. Dicen que su padre fue maestro del mismísimo Franco.

Hoy su hijo Jean sale a la calle avergonzado todavía por aquel infausto día en que fue a un prostíbulo donde debería hacerse un hombre. Y todavía no ha podido olvidar las carcajadas de aquella prostituta con la que deseaba perder su virginidad obligada y sobrevenida. Pero a Jean le hubiera gustado, seguramente, vivir otra vida; una vida normal como la de todo el mundo. Le hubiera gustado conocer el amor y el sexo.

Solo había tenido un día de sexo y aún lo estaba pagando. Y lo pagaría ya para toda la vida. Incapacitado para el sexo se le negaba aquel amor al que aspiraba. Así pasaba el resto de su vida, maldiciendo el momento de calentura en que sin tener nada mejor a mano, introdujo su pene erecto en la boca del aquel desgraciado gorrino, que no bien se vio con aquel instrumento en su boca, la cerró en una dentellada tan cruel como asesina, y salió disparado hacia la piara con aquel trozo de carne en su garganta. Aquel cerdo se llevó para siempre entre sus dientes todos sus sueños de masculinidad y descendencia, y convirtió en jamón la parte de su ser que más quería y necesitaba, viendo así para siempre cercenada la posibilidad de encontrar el placer entre los de su misma especie.

Si, supongo que a Jean le hubiera gustado conocer el amor y el sexo como a todo el mundo. Y yo de esas cosas no me río.

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