miércoles, 15 de agosto de 2007

LA VERDADERA HISTORIA DE CUCUYO

Desde que nació su padre supo que aquel hijo era especial. Cucuyo era el último hijo de una familia rica y numerosa y su madre lo tuvo ya “de velha”. Cuando todas sus amigas le decían que ese hijo sería para ella “unha diversión” murió en el parto. Así que Cucuyo creció entre algodones, guapo y mimado por su padre, sus hermanos y sus criados.

Cucuyo creció despierto pero sin decir ni una palabra. Pasaba las noches en vela, con los ojos muy abiertos, acompañado de su aya; la cual tenía orden de satisfacer todas sus necesidades. Y acostumbrado como estaba a que todos atendieran sus más pequeños deseos, apenas necesitaba hablar para que aquellos fueran satisfechos. No era preciso; sus hermanos y criadas interpretaban todos sus signos, sus gestos y hasta la más inocente de sus miradas.

Creció así, mimoso y tirano entre familiares y servicio, dispuestos a satisfacer todos sus caprichos. Y como a Cucuyo le gustaban los animales, pronto todo un ejército de mascotas pobló aquella mansión: perros saltarines más dignos de un circo, gatos de angora traídos de la India, los más exóticos pájaros chinos en adornadas jaulas, tortugas milenarias, insaciables hámsteres, conejos, ovejas y hasta un pony…, todos las especies se amontonaban en aquella casa intentando que Cucuyo hablara o sonriera apenas, hasta que el capricho pasaba y a Cucuyo se le antojaba una nueva y cada vez más exótica mascota.

Un día que Cucuyo estaba más animado y menos melancólico, acompañó a su criada al mercado y fue allí, entre aquellos puestos llenos de productos de la tierra que las paisanas ofrecen a gritos a la clientela, donde encontró la que sería su más preciada y definitiva mascota, la que le haría famoso como ejemplo de niño mimado en su ciudad. Cucuyo se encaprichó de una enorme, bella y fresca merluza, y montó tal alboroto que su aya, que tenía orden de no contradecirle en nada, le compró aquel sabroso pez y una cadena con la que Cucuyo la paseó por toda la calle Real de vuelta a su casa en la zona de el Parque, por fin sonriente, entre el asombro y el hambre de la población de una deprimida ciudad recién salida de la guerra.

Pero tanta fue la alegría de aquel caprichoso niño y la felicidad del padre al verle al fin sonreír, que todos los días su criada le acompañaba al mercado para adquirir la mejor y más hermosa de las merluzas que se vendiera. Así todos los días se repetía invariablemente aquel imposible paseo del caprichoso niño con su merluza sujeta por las agallas con una lujosa correa de metal, entre el pitorreo general y el alborozo de los niños de la ciudad que le gritaban entre carcajadas: “Cucuyo, Cucuyo, Cucuyo”.

De esta forma pasó Cucuyo a formar parte de la iconografía local y quedó como ejemplo de niño mimado en la ciudad que le vio nacer, dónde todavía hoy a los niños que se encaprichan se les afea su conducta con la frase que recuerda al infeliz crío: “allá va Cucuyo con la merluza”.

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