miércoles, 1 de agosto de 2007

AMANDO A DIOS

Amando a dios… Bueno, este post no tendría que empezar así, suena un poco místico y los que me conocéis ya sabéis que yo soy ateo. A ver, realmente el título no debería ser amando a dios, sino amando a Krisna. No estoy seguro ahora si Krisna era un dios o un profeta y no tengo ganas de ir a la Wikipedia a mirarlo, si quieres vas tu. El caso es que yo amé a Krisna y para mi era dios. Pero tranquilos, esto no quiere decir que me hubiera unido a la secta de las túnicas color azafrán (pero que debajo llevan todos unos calcetines horrorosos y con sandalias además; desde aquí os lo digo si me estáis leyendo, yo jamás pertenecería a una secta que lleva esos calcetines tan feos y que ni hacen juego con las túnicas naranja ni nada). Vamos, yo no me uno ni a la cienciología aunque viniera el mismo Tom Cruise a llamar a mi puerta. No, mi Krisna era otro.

Krisna fue mi primer gran amor platónico, por eso amarlo fue algo parecido a una revelación divina, un amor inalcanzable y desigual, puesto que yo era más pequeño que él y lo contemplaba absorto y enamorado, mientras él me tocaba la cabeza y me decía invariablemente al entrar en el salón recreativo en el que coincidíamos “¿Qué pasa chaval?”, frase que a mi me parecía la revelación divina del resumen de los diez mandamientos del amor en uno solo.

Krisna era guapísimo. Solo él podría arrastrar por la vida un nombre como aquel, fruto de un amor hippie de su madre. Era el chico más guapo que he visto jamás, era como un sueño de gloria y pureza que me hizo entender a Santa Teresa de Jesús, de la que yo por esa época leía el libro de las fundaciones. Emulando a que aquella santa tan currante, tan nuestra y tan sensual – todo hay que decirlo- yo quería fundar una religión y una serie de monasterios para adoradores de mi Krisna. Krisna tenía un estilazo único, cualquier cosa que se ponía lo elevaba a la categoría de moda. Krisna creaba tendencia. Solo él era capaz de llevar puestos unos Levi´s al revés, con la pretina para atrás, y que su cuerpo no perdiera ni un gramo del atractivo sexual que desprendía. Era único, y yo lo contemplaba siempre desde mi máquina del tetris al que estaba enviciado por entonces como un neo converso de la religión más morbosa jamás existente, mientras él ejercía su magisterio y realizaba el rito de la encarnación con el contorneo de su cuerpo a ambos lados de la moto de aquella atracción de los recreativos en la cual se pasaba la tarde; y en la que a base de monedas, corres grandes premios a imitación de las estrellas del motociclismo. Y por lo forzado de la postura en que tenía que conducir, dejaba ver gran parte de los boxers que llevaba debajo de sus pantalones a los que yo no quitaba ojo. Yo podría vivir allí, no concebía otro sitio que me pareciera mejor cielo.

Krisna trabajaba en Luís Vuitton, esa exclusiva tienda de la milla de oro de Madrid, que vende lujosísimos bolsos y maletas. Tan lujosos que, como me explicó un día, tenía autorización para no vender a los japoneses cuando querían comprar más de dos piezas del mismo modelo, aunque perdieran dinero en la venta. Todo menos vulgares. Jamás me atreví a entrar en aquel templo del cuero de lujo y no por no poder comprar aunque fuera un simple llavero, sino porque la presencia de Krisna realizaba invariablemente en mi cuerpo el milagro de que una polla más o menos adormecida floreciera como el mayor palo de un velero de lujo; velero como el que yo soñaba que alguna vez tendría para ofrecerle a mi querido, amado, deseado y adorado dios.

Hoy viene a mi memoria porque su madre me ha contado que Krisna viaja por todo el mundo como alto cargo para la firma Polo. Jamás para mí dios fue más humano y el olimpo estuvo más cerca.

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