viernes, 20 de julio de 2007

AMOR INTERGENERACIONAL

El último número de la revista gay “Odisea” publica un artículo de un escritor Gay, del que he leído algún libro, despidiéndose de su joven amado. Me ha resultado curioso leerlo porque en el escrito he encontrado dos coincidencias con dos de mis post. En “La culpa fue del cha, cha, cha” yo me hacía eco de la noticia del famoso violinista tocando de manera anónima en el Metro de Washington; y, por otro lado, en mi post “Del amor” yo reflexionaba sobre la relatividad de la palabra “siempre” en las relaciones amorosas.

Pero si recojo aquí el artículo de Luís no es por esas coincidencias; es porque me ha parecido muy bello, triste pero bello. Y me ha producido tristeza no solo porque es dolorosa cualquier ruptura, tampoco porque he leído algo del autor lo que lo hace más cercano; sino porque me hace pensar que si los amores gays ya son difíciles en sí mismos y hablando en general (¡eh!); y no duran mucho entre iguales (entendiendo que hablo de edad); los amores intergeneracionales (no sabía cómo llamarles, perdonad por la palabreja) son aún más raros y complicados. Me llaman mucho la atención las parejas que de vez en cuando veo en Chueca de un maduro y un adolescente…. Y siempre he pensado (pero de manera muy esquemática, tampoco es que me haya matado mucho pensándolo, la verdad, jajaja) que si un adulto ama a los jóvenes, bien por su cuerpo o por su manera de ser, es difícil que pueda mantener una relación de pareja con ese joven puesto que, por definición, la juventud es la única enfermedad que se pasa con los años. Así que, pienso yo, si mi pareja fuera un hombre maduro estaría siempre temeroso que me abandonara por alguien más joven, en cuanto me saliera la primera cana. Igualmente pienso que si me liara con un hombre interesante de cuarenta años, por ejemplo, me llevaría veintidós años de diferencia; y que cuando yo llegara a esa edad “interesante” seguramente me seguirían gustando los de cuarenta y no los de sesenta y dos que tendría él.

¿Qué opináis de todo esto? Después de leer la despedida de Luís Algorri a su pareja (ojala yo tenga algún día alguien que me escriba algo tan desgarradoramente bello) me gustaría saber vuestras opiniones. ¿Es posible el amor gay intergeneracional? (ya sé que este post ha salido largo, pero tenemos todo el finde para hablar de ello, más teniendo en cuenta que en Galicia está lloviendo. Bezos y gracias a todos.

Este es el artículo:

En una estación del metro de Washington, hora punta, un tipo toca el violín. Va sin afeitar, vestido con vaqueros, camiseta, zapatillas desastrosas y tiene ante sus pies una gorra de béisbol en la que la gente, muy poca gente, echa alguna moneda. La inmensa mayoría pasa ante él sin mirarlo siquiera...O

Nadie se da cuenta de que es Joshua Bell, uno de los mejores violinistas del mundo; que lo que está tocando son las impresionantes Partitas de Johann Sebastian Bach, y que el trasto mugriento que tiene entre las manos es, en realidad, un Stradivarius de 1713. Nadie sabe que se trata de un experimento. Días antes, Bell había llenado hasta la bandera el Boston Symphony Hall, a 100 euros la butaca, tocando exactamente eso mismo y con el mismo instrumento. En el metro, nadie le reconoció (ni a él, ni al Stradivarius, ni siquiera a Bach) ni la gente formó un triste corrillo para oírle. Moraleja, mi amor: la gente, nosotros, no apreciamos el milagro de la belleza –yo creo que ningún otro milagro– cuando lo tenemos cerca, cuando se convierte en algo cotidiano.

No sé por qué pienso en esto ahora que te vas de mi vida, mi amor. No, no; no es eso, no seas suspicaz: tú eras Joshua Bell y yo la gente que pasaba. Después de tantos años, después de tantísima vida juntos, ya ni te oía tocar; la verdad es que ya ni me fijaba en lo que tocabas. Estaba acostumbrado, lo daba por algo lógico y natural. Tan habituado, tan seguro estaba de todo, que ni siquiera me di cuenta de que habías cambiado la partitura: ya no era Bach sino la Sinfonía de los Adioses de Franz Joseph Haydn. Ya sabes: aquella en la que los músicos, uno por uno, van dejando de tocar, recogen su partitura, se levantan y se van. Así hasta que sólo quedan el director y un violín. Cuando éste concluye la última frase de su melodía, él y el batuta abandonan el escenario y todo ha terminado.

Pues eso ha pasado. No he sabido ver tu progresivo cansancio, tu hartazgo, tu cada vez más lento jadear ante la rutina, ante la vida que, supongo, te he impuesto para vivir cómodamente la mía. Tú tocabas tu parte y todo estaba bien así. Eso creía yo. Pero no era verdad, claro. Y sólo me he dado cuenta cuando te has levantado del atril y has dicho: “Ya no puedo más”. Entonces, sólo entonces, he reparado –me lo repetiste anoche cien veces– en tu agotamiento, en tu enorme hastío, en tus ojos apagados.

Traté de reaccionar: intentémoslo de nuevo, te pedí, te rogué, te supliqué, llorando como un niño perdido. “Es tarde”, decías tú, “no puedo más”. Cuando las cosas se estropean lo que hay que hacer es arreglarlas, no tirarlas, gemía yo; cambiemos de vida, cambiemos de horarios, vayámonos ahora mismo a nuestra isla mágica, hagamos juntos tantas cosas como antes hacíamos y hemos ido dejando de hacer poco a poco; yo haré lo que sea, lo que tú me pidas, todo lo que quieras, pero no te vayas. “Es tarde”, repetías; “es tarde”, sin emoción, sin lágrimas, a oscuras los dos en esta salita en cuyo sofá he tratado inútil, imposiblemente, de dormir. “Es tarde”, una y otra vez, como el sonido de una campana rajada. Yo volvía sobre lo mismo: “Dime qué quieres que haga y lo haré, te juro que lo haré”. Hasta que me di cuenta de que el problema no es lo que yo hiciese o dejase de hacer, lo que yo te prometiese. El problema era yo, yo mismo. Para que tú vuelvas a ser feliz sólo es necesario que yo no esté. Así de claro, así de espantoso.

No puedo reprocharte nada. Mejor dicho, sí, sólo una cosa: el mal uso que haces de las palabras. “Te voy a querer siempre”, repetiste, prometiste cientos, miles de veces en estos diez años; “voy a estar contigo siempre”. Era mentira. Era mentira otra vez, otra vez más… “Es que la vida cambia”, respondías anoche. Sí, es verdad. La vida cambia, y nos cambia, mi amor, pero la palabra “siempre” quiere decir sólo y exactamente eso: siempre. No significa “hasta que yo diga”, hasta que yo me canse” o “hasta el día en que te diga que la vida cambia”. Yo me había creído ese “siempre”. Estaba absolutamente seguro de que íbamos a hacernos viejos juntos, tú con tus manías y yo con las mías, pero juntos siempre. Y era mentira. Otra vez era mentira… Otra vez, como todas las anteriores. Que ya casi ni las recuerdo porque, en todos estos años, tú lo llenaste todo, ocupaste todos los rincones, lo empapaste todo de ti: hasta la memoria.

Desdichadamente, yo sí creo en la palabra “siempre”. Cuando yo digo “te quiero” –y son muy pocas las personas que me lo han oído decir–, eso es algo que no se pasa, que no caduca, que dura eternamente. Por qué sólo yo hago eso, di. Por qué sólo yo creo en eso. Qué trabajo te costaba, mi vida, haber eludido la pregunta, como haces tantas veces, o haber dicho la verdad: “te querré mientras te quiera”, por ejemplo. Pero no: “siempre”, dijiste cien mil veces. Y era mentira, era mentira otra vez…

Sólo se me ocurren ahora mismo frases hinchadas de egoísmo: qué voy a hacer sin ti… qué será de mí sin ti… cómo voy a vivir sin ti, si no sé ni quiero… Temo que me salga la letra de un bolero –qué terribles, qué sañudas letras tienen los boleros, Chiqui–, pero sin ti estoy perdido. Sin ti ya no soy yo, porque llevaba diez años acostumbrado a que, además de tú y yo, éramos nosotros. Sin ti no sé hacer nada, no tengo fuerzas para nada. Eso tú lo sabes bien. Siempre he sido un pegajoso y un empalagoso y un besucón; no como tú, que eres un espino, hijo. Son miles las veces que, en todos estos años, yo me he sentado a escribir mientras tú veías la tele o enredabas en tu ordenador. Cada diez minutos me levantaba e iba a verte: te revolvía el pelo, te hacía cosquillas, ponía mi cara junto a la tuya. “Qué quieres ahooora”, rezongabas tú, como si no lo supieras. “Que me des un beso”, pedía y o; “si no me das un beso, no me sale…” Y era verdad, era exacta y rigurosamente cierto. Desde que te conozco, jamás he podido escribir nada sin que un beso tuyo me sacara del atasco o, al menos, me ayudara a coger el ritmo o el tono o la velocidad. A veces llegué a despertarte en plena noche para que me dieras ese beso, porque de otro modo no era capaz de continuar… Este de hoy es el primer texto que escribo sin esa magia indispensable. Así me está saliendo: ni lo veo, porque entre mis ojos y las letras hay una muralla de agua que no cesa, que no se detiene desde hace ya no sé cuántas horas.

Qué voy a hacer sin ti, mi amor, mi vida, mi amor precioso y último. Qué hago yo ahora, dime, con las más de diez mil fotos tuyas que hay en este ordenador. Qué hago con la enorme colección de toallas que fuimos robando cada año del apartamento en Morro Jable, y que usábamos para que nos recordasen cada día lo felices que hemos sabido ser allí. Qué hago con los discos que me has regalado, con los libros, con las estanterías y los muebles que compramos juntos, con las cortinas del baño, con las sábanas disparatadas que a ti te gustaban… Pero si hasta el desconchón del techo lo hemos hecho entre los dos… Si no hay aquí ya nada que sea sólo mío: todo era nuestro…

“Es tarde”, repetías. Y sin duda tenías razón. Con tanto, tantísimo como te he querido y te voy a querer siempre, no he sabido quererte como tú necesitabas ni hacerte feliz. No puedo odiarte ni guardarte rencor por nada, salvo por ese “ligero error” tuyo de diccionario que me ha destrozado la vida. Ahora que el último músico se ha levantado del atril y se ha ido, me dicen los amigos: “Ánimo, que no se acaba el mundo. La vida sigue…” Qué buena gente son, pero qué poco entienden lo que ha pasado. Pues claro que se acaba el mundo. Claro que se acaba la vida. Si la vida eras tú, amor; si lo que iluminaba los días eras tú; si la esperanza y el mañana eran el futuro juntos. Riñendo o riendo, navegando en mar calmado o capeando temporales, pero juntos siempre…

Y era mentira, mentira, mentira otra vez… Ya no hay vida, ya no hay siempre, ya no hay nada más que un escenario vacío y una sinfonía cuyo último adiós se ha desplomado sobre mí y se lo ha llevado todo. Yo ya no tengo más fuerzas. Todo te lo tragaste, como la lejanía.

Qué será de mí sin ti, sin poder cogerte ya el dedo gordo de la mano para conciliar el sueño. Qué horrible ha quedado la puerta de esta casa al quitarle el letrero de latón con nuestros nombres. Qué tristísima marca ha dejado en mi dedo la ausencia del anillo que no me había quitado jamás, ni una sola vez, durante estos diez años.

Qué voy a hacer yo sin ti, mi amor, mi Chiqui pequeño y bueno, que has sido y eres mi vida entera…“Es tarde”, repetías. Y metías libros y discos en cajas de cartón. Y ya se ha hecho para siempre de noche…

Luis Algorri”

No hay comentarios:

Publicar un comentario