
Así que yo, medio acojonado, le corto el pelo como dios me dio a entender con las tijera de pelar a las perras. Le dejo unos escalones que no veas, ¿Pero quién se va a fijar en el peinado de un fantasma? El caso es que el otro día ya se pasó, yo creo. Me pidió que le planchara el pelo con la tabla y la plancha, y que se lo echara así para delante. Cuando yo la vi vestida toda de negro riguroso, diciéndome que le planchara el pelo me temí lo peor. Así que no tuve más remedio que preguntarle para qué quería peinarse así, y me contestó muy seriamente que quería llevar el pelo liso, me dijo. Como le dije yo, abuela, por dios, que ya no estás en edad de ir por ahí de EMO, toda moderna. Y mira que jode tener que decirle a una abuela que te lleva sesenta años que no vaya por ahí más moderna que tu, por muy fantasma que sea, la verdad. Pero me dijo que de modernos nada, que ella ya se planchaba el pelo en los años sesenta. Yo contraataqué diciéndole que los EMO son así como muy románticos, y que se sienten muy desgraciados y están enemistados con todo el mundo. Y, claro, nunca debería haberle dicho eso, pues ella me contestó que para desgracia la suya que se sentía ya medio (sic) muerta. Y que a enemistades a ella no había quién le ganara, que ella estaba ya enemistada con este mundo y con el otro, sin ir más lejos, y que eso era más. Y ahí no tuve más remedio que darle la razón.
Le dije, también, que a los EMO les gusta mucho la sangre y que ella mucha sangre ya no tenía, como es de suponer en un fantasma (ésto no se lo dije, lo pensé para mí). Tendrás pelo, pero sangre…, ni gota; le dije. Y entonces me pidió que le hiciera una “transferencia de sangre” de esas, y yo me puse a temblar, pues ya veía a mi abuela mordiéndome la yugular para darse un atracón a mi costa, al más puro estilo crepúsculo. Pero cuando le dije que ni hablar, que no, que conmigo no contara, se empezó a reír a carcajada limpia, como sólo se puede reír un fantasma al que se le están chamuscando las mechas, y me dijo con toda su mala leche fantasmil, pero Iago, hijo, que tonto eres –esto, me lo dice mucho venga a cuento o no, injustamente yo creo-, hablaba de sangre, no de horchata, afirmó mientras dejaba escapar de las cuencas de los ojos sendos enormes lagrimones, no sé si de la risa o de que en ese mismo momento le quemé las raíces del cuero cabelludo con la plancha. Pero, por más que pienso, no sé que habrá querido decir con eso de la horchata...
Y es que los fantasmas, ya se sabe, a veces hacen unas metáforas que te dejan muerto.
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