
Canalla fuma otra vez, mientras un cigarro se consume en el cenicero y otro más en el extremo de la mesa. A Canalla los pitillos se le consumen en la comisura de sus labios a la velocidad de la vida, le queman por dentro, le ahogan. Canalla sigue escribiendo y mirando nervioso la puerta de la calle, escupiendo esas frases imposibles y disparatadas que inconcebiblemente se juntan en forma de sentencias poéticas y preciosas verdades que le han hecho mítico. Mientras suenan smashing pumpikns Canalla vuelve a mirar la puerta y resopla, está nervioso, suspira.
Canalla teme al amor. Canalla tiene miedo de amar, teme sufrir y por eso teme enamorarse; teme la soledad que luego produce el desamor. Canalla sigue escribiendo oscuros pensamientos entre cagaditas de ratas y negras cucarachas que se apoderan de su cuaderno y fuma, y fuma, y fuma… Todo el café parece explotar ahora en sus intestinos, pero de fuera a dentro, de tal manera que su sangre y sus sesos que deberían desparramase por todo aquel espacio imposible, circulan alocadamente por sus intestinos desde su corazón a sus cojones.
Canalla hoy está dispuesto a arriesgar. Canalla se pregunta por qué habrá quedado en aquel maldito café de estética yanki y si a él le gustará el sitio y le gustarán los smashing y piensa que la única condición que la vida pone para dejarte vivirla, es estar vivo. Por eso Canalla cuando ve aparecer en la puerta aquella increíble sonrisa juvenil y fresca que le estalla en la distancia y le tranquiliza, Canalla piensa que pase lo que pase, no será peor que volver a la soledad en que ahora está instalado y decide que está dispuesto a arriesgar porque la soledad no tiene medida y no se puede estar más solo que cuando ya se está solo.
Canalla se levanta, Canalla apaga el cigarro, Canalla sonríe…
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